José Antonio Leal para EcoHisto:
John Maynard Keynes y Friedrich Hayek. Los nombres evocan polos opuestos del pensamiento sobre la elaboración de la política económica: Keynes suele ponerse como ejemplo de paladín de la intervención gubernamental enérgica en los mercados, mientras que Hayek está considerado el defensor del capitalismo liberal.
Lo que realmente pensaban estos hombres -sobre la economía y uno del otro- es más complicado, como demuestra Nicholas Wapshott (Dursley, Reino Unido, 1952) en Keynes Hayek: el choque que definió la economía moderna. Este vívido relato investiga una de las preguntas económicas más acuciantes de nuestra época: ¿hasta qué punto debe el Gobierno intervenir en los mercados? Y en esa búsqueda, sigue el rastro de la relación recíproca entre los dos hombres que más responsabilidad tienen en la forma en que abordamos esa pregunta: el economista británico Keynes y el economista austriaco Hayek. Ambos llegaron a la mayoría de edad intelectual en la posguerra de la Primera Guerra Mundial. Vivieron el auge económico de los años veinte y la Gran Depresión y llegaron a opiniones radicalmente distintas sobre si es sensato permitir que el capitalismo de libre mercado siga su curso.
Keynes llegó a la conclusión de que los mercados no generarían automáticamente el pleno empleo y que durante las crisis económicas podría haber largos periodos de paro a gran escala. Sostenía que el Gobierno tenía el deber de aliviar el sufrimiento de los parados aumentado la demanda agregada de bienes y servicios.
Nicholas Wapshott, un columnista que colabora con Reuters y ex redactor jefe de The Times, reconstruye hábilmente el contexto en el que Keynes formuló su teoría. Durante los años 20, Gran Bretaña tuvo que soportar un paro elevado de forma persistente. Los sucesivos responsables políticos, preocupados por el aumento del gasto y la disminución de los ingresos fiscales, hicieron caso omiso de los llamamientos de Keynes en favor del gasto público, con lo que desencadenaron lo que él denominaba un “círculo vicioso”.
“No hacemos nada porque no tenemos el dinero necesario”, decía Keynes en 1930 a un comité gubernamental que investigaba las causas de la crisis económica. “Pero es precisamente porque no hacemos nada por lo que no tenemos dinero”. Con una tasa de paro que ahora es del 9'1%, he ido tragando saliva con preocupación a medida que leía estas páginas.
Hayek llegó a una conclusión muy diferente. Tras participar en la Primera Guerra Mundial, encontró su amada Viena “asolada y la confianza de su pueblo destruida”, escribe Wapshott. Durante la década siguiente, la hiperinflación castigó la economía austriaca e hizo desaparecer los ahorros de millones de personas. Esta experiencia, sostiene Wapshott, volvió a Hayek inflexible “con quienes defendían la inflación como cura para una economía en quiebra”. Y llegó a creer “que quienes defendían los programas de gasto público a gran escala para acabar con el paro estaban incitando no solo una inflación incontrolable sino también a la tiranía política”.
De ese modo, escribe el autor, quedaba trazado el frente de la batalla entre Keynes y Hayek. Pero fue un duelo caracterizado por el respeto mutuo. Keynes, por ejemplo, compartía la desconfianza de Hayek hacia el socialismo, mientras que Hayek admitía que, en caso de paro crónico, la planificación podía funcionar si no conducía a la opresión. Pero seguía siendo un duelo. En 1936, Keynes publicaba Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, que abordaba el tema de la economía tradicional y las personas como Hayek que suscribían sus principios. Entre los blancos de Keynes había varias ideas aceptadas desde hacía mucho: que los niveles de empleo están determinados por el precio de la mano de obra, que la oferta genera su propia demanda y que los ahorros se traducen automáticamente en inversión.
Keynes no esperaba que sus hallazgos condujesen a una violación de la libertad personal. En lugar de eso, escribe el autor, Keynes creía “que una sociedad próspera en la que todo el mundo tuviese trabajo era la manera más segura de mantener la independencia de pensamiento y acción que consideraba garante de la verdadera democracia”.
Hayek no detalló públicamente ninguna crítica a la Teoría general. Pero en 1944, publicó Camino de servidumbre, que se ha convertido en un clásico libertario. Hayek pretendía poner en evidencia el socialismo y el fascismo mostrándolos como males idénticos, y advertir sobre los posibles peligros de la planificación económica central durante el periodo que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Keynes respondió con rapidez, recordándole que el auge del nacionalsocialismo estuvo alimentado no por un Gobierno de gran tamaño sino por el paro a gran escala y el fracaso del capitalismo.
El último tercio del libro se centra en los legados de los economistas. Las ideas keynesianas estaban en alza durante la posguerra pero, hacia mediados de los años setenta, con la llegada del bajo crecimiento económico y la inflación -una combinación que antes se consideraba imposible- daba la impresión, según Wapshott, de que la Era de Keynes estaba en las últimas.
Durante las décadas siguientes, las ideas de Hayek y sus defensores como Milton Friedman, que sostenía que la política monetaria y no la fiscal era la principal herramienta para gestionar la economía, ganaron influencia. En opinión del autor, la influencia de Hayek quedaba reflejada en el “Contrato con Estados Unidos” de 1994, la promesa republicana de reducir el tamaño del Gobierno; en las posteriores leyes de presupuesto equilibrado del presidente Bill Clinton; y en las operaciones de la Reserva Federal mientras estuvo presidida por Greenspan.
En 2007, el mercado de las hipotecas de alto riesgo empezó a desmoronarse, lo que indicaba que “el experimento de varias décadas de duración consistente en permitir que unos mercados apenas controlados generasen crecimiento y prosperidad había fracasado”, escribe Wapshott. Durante los dos años siguientes se produjo un rápido regreso a las recetas keynesianas, que culminó a principios de 2009 con el programa de recuperación del presidente Obama, de 787.000 millones de dólares. Por entonces, sin embargo, la vieja lucha ideológica había resurgido. “Y tras apenas un silencio de semicorchea, volvió a estallar la vieja polémica de Keynes y Hayek. Era como si los 80 años transcurridos no hubiesen pasado”.
Wapshott ha escrito un libro importante. Resulta convincente no solo como una historia sobre dos pensadores muy característicos y la influencia que ejercieron, sino también como una narración sobre la toma de decisiones políticas y las prioridades ocultas. A veces, parece que el autor está tan subyugado por el carisma de Keynes como algunos de sus discípulos.
Pero estas son sutilezas. Tras el análisis de Nicholas Wapshott se ocultan preguntas vitales para este momento de la historia estadounidense: ¿qué clase de sociedad queremos? ¿Cuánta fe tenemos en un organismo individual? ¿Y qué les debemos a nuestros conciudadanos y a nuestro futuro? Estas mismas preguntas animaron a Keynes y Hayek en una época en la que también había mucho en juego.
parte de la información extraída de elcultural.com y de wikipedia.